Un mundo aparte

Abandonamos Australia, tristes como siempre que se deja atrás un lugar donde se han vivido un sinfín de momentos inolvidables. Salir del país nos supone todo un estrés. A veces ocurre que todo se complica de mala manera. Empiezan los problemas en el aeropuerto de Hobart debido al exceso de peso en nuestros equipajes y siguen después en el aeropuerto de Sydney por la misma razón. 
También surgen los odiosos imprevistos de última hora por la falta de algún documento que, afortunadamente y tras muchos nervios, conseguimos resolver muy poco antes de que despegue nuestro avión. 
Unas horas más tarde y con las tensiones ya relajadas, por fin estamos aterrizando en Christchurch, la ciudad más importante de la isla sur de Nueva Zelanda, situada en la costa este. Pero parece que en este aeropuerto tampoco nos van a poner las cosas fáciles. Es la una de la madrugada y estamos deseando tumbarnos en algún sitio, pero los protocolarios agentes de cuarentena nos retienen durante una hora para examinar meticulosamente casi todo nuestro equipaje. Intentan prevenir que introduzcamos cualquier plaga medioambiental australiana. Y como debemos tener pinta de habernos arrastrado por todos los bosques del país vecino, nos revisan mochilas, calzado, tienda de camping, incluso nos hacen desmontar las ruedas de las bicis para lavarlas. Por poco no nos pasan por la ducha.
Al fin libres de escollos aeroportuarios, al menos durante los siguientes dos meses y medio, ya podemos acostarnos en cualquier rincón a la espera de que amanezca.


Esperábamos una temperatura más templada, pero la mañana se apresura en presentarnos al frío de la primavera neozelandesa. Montamos las bicis y nos dirigimos al centro de Christchurch, donde el desolador panorama que nos encontramos nos deja completamente atónitos. Parte de la ciudad se encuentra devastada debido a los dos terremotos que en 2010 y 2011 asolaron la zona, acabando con la vida de casi doscientas personas. Mucha gente ha abandonado la ciudad a causa de las pérdidas materiales o al miedo a una nueva catástrofe debido a las réplicas que siguen sucediéndose.
Observamos multitud de edificios en ruinas, y los comercios del centro se han reubicado convertidos en grandes y coloridos contenedores de mercancías.





Aquí nos espera Greg, otro cicloviajero que nos va a alojar en su casa durante los días que pasemos en la ciudad mientras preparamos todo lo necesario para iniciar la ruta que nos ha de llevar a recorrer muchos de los fascinantes recovecos de la isla sur de Nueva Zelanda.
Tres días más tarde nos dirigimos a nuestro primer destino, la península de Banks, en la costa este, no muy alejada de la ciudad. Unas cuantas decenas largas de quilómetros planos bajo un cielo gris amenazante nos dirigen al pequeño pueblo de Little River, a las puertas de la península. Una parada de descanso junto a su pequeña y antigua estación ferroviaria nos sirve para reponer las fuerzas que necesitaremos justo antes de escalar la primera de las mil montañas a las que vamos a tener que encaramarnos en este país de orografía especialmente abrupta.


El ascenso es duro, pero pronto empieza la recompensa. Todo se vuelve verde a la vez que el cielo parece querer agradecernos el esfuerzo apartando los grises nubarrones y mostrando paulatinamente su azul más límpido.


Al alcanzar la cima los pelos se nos erizan literalmente. No podíamos imaginar que esto iba a ser tan bello.



La carretera se extiende ondulada entre verdes e inmensas montañas que se alzan sobre un gigantesco y antiguo cráter profanado por múltiples bahías. A través de ellas, las aguas del Pacífico inundan la península. Miles de ovejas pastan en calma por todas partes y huyen despavoridas cuando nos aproximamos. Tan sólo escuchamos la envolvente sinfonía de los balidos que resuenan aquí y allá junto con el permanente silbido de la suave brisa que dibuja hipnóticas olas sobre la hierba.
Ahora ya el sol lo ilumina todo y avanzamos embobados preguntándonos si hemos pedaleado alguna vez por algún lugar tan hermoso como éste.





Un vertiginoso descenso nos lleva a una de estas bahías, la Pigeon Bay, donde nos volvemos a reencontrar con nuestro amigo Greg y su mujer, Wendy, que nos esperan en su preciosa casa de campo. Esta noche nos obsequian con un cenorrio consistente en algo parecido a una deliciosa e inesperada fabada que nos sorprende gratamente, al igual que el vino casero que Greg elabora aquí.




Por la mañana ascendemos de nuevo a la cima para volver a descender a otra bahía. Aquí descansa somnoliento el pueblo de Akaroa, antiguo asentamiento francés, y por aquí cerca nos esperan en su idílica granja Stwart y Page, otra pareja de aventureros ciclistas, que nos agasajan con las suculentas delicias de su huerto orgánico.



Al amanecer, nuevo duro ascenso a la cumbre del cráter para rodearlo por completo deleitándonos con las magníficas vistas.






Hoy ha venido a presentarse el temido viento neozelandés, que por momentos sopla con tal fiereza que nos zarandea de un lado a otro de la carretera mientras combatimos por mantener el equilibrio y no despeñarnos. Este viento da mucho miedo y nos tememos que desgraciadamente no va a ser hoy el único día que suframos su turbulenta compañía.
Una vez abandonada esta espectacular península circulamos a través de la senda que antaño recorría una antigua vía de ferrocarril y que ahora es perfecta para evitar la carretera.






Nos detenemos a hacer noche en el fantasmal pueblo de Birdsland, donde pernoctamos en la galería de arte de Ian. Hacía tiempo que no dormíamos en algún sitio un poco peculiar, y éste no está mal, rodeados de pinturas psicodélicas.
Ian es un personaje un tanto excéntrico, de pasado truculento y vida al margen de la ley que, reconvertido en supuesta persona de bien, ha decidido volcar sus energías en el arte y montar aquí su pequeño taller y exposición pictórica a la vez que sobrevive con la compra-venta de coches.


Regresamos a Christchurch para pasar una última noche antes de emprender la ruta que durante más de dos meses nos ha de llevar a recorrer las montañosas carreteras de la isla sur neozelandesa.
Abandonamos la ciudad poniendo rumbo sur. El congestionado tráfico se va diluyendo a medida que nos alejamos y, al poco, ya estamos disfrutando de las tranquilas y solitarias carreteras que recorren las vastas llanuras de Canterbury.
Hoy solicitamos permiso para montar la tienda en el jardín de una casa situada cerca de Hororata, otro de esos diminutos pueblos espectrales de habitantes invisibles que parece que abundan en Nueva Zelanda. No sólo no nos ponen inconvenientes para acampar, si no que nos permiten usar la ducha y el lavabo y nos ofrecen comida. Se trata de una familia de damnificados por el terremoto de Christchurch que han decidido empezar una nueva vida fuera de la ciudad.
Por la mañana ya distinguimos en la distancia el cautivador brillo de los primeros picos nevados. Hacia ellos nos dirigimos.


Todo son granjas y más granjas, y ovejas y más ovejas, millones de ovejas, y quilómetros y quilómetros deshabitados y, de tanto en tanto, minúsculos pueblos cuyo perpetuo silencio se ve profanado durante un efímero instante por la súbita irrupción del monótono crujir de las desengrasadas cadenas de nuestras bicis.




El inusual turquesa del río Rakaia y su espectacular garganta nos acompañan durante un tramo de esta jornada.






Un poco después ya tenemos a las majestuosas montañas lo suficientemente cerca como para empezar a sentirnos muy pequeños a la vez que dichosos por poder pedalear dentro de este escenario.




Alcanzamos el pueblecito de Mount Somers, y poco después de él, casi en mitad de ninguna parte, encontramos la impresionante casa y la vastísima granja de Charles y Elspeth, que nos permiten disfrutar de todo esto durante un par de días.


No muy lejos de aquí, aunque ahora sí, definitivamente en mitad de la nada, se encuentra uno de esos lugares que deberían poder ser visitados por todo el mundo al menos una vez en la vida. Uno de esos enclaves únicos y sobrecogedores cuya visión despierta una cascada de emociones poco habituales. Antes de llegar a él, el espectacular trayecto a través de una polvorienta carretera de tierra ya va dando avisos de la maravilla que nos espera pasadas unas decenas de quilómetros. La pista circula junto al serpenteante lecho de un río, mientras que el horizonte dibuja escarpados picos nevados que brillan bajo un cielo especialmente despejado.



Súbitamente la monótona continuidad de la carretera se fractura bruscamente y antes de descender nos muestra una inabarcable planicie sobre la que millones de años atrás descansaban los hielos de un glaciar y que ahora, convertida en una alfombra verde adornada por el curvilíneo cauce del río, nos regala una de las estampas más impresionantes que jamas hayamos contemplado. Colosales montañas se elevan bruscamente rodeando la inmensa llanura por todas partes.





Y nosotros caminamos con la boca abierta en medio de tamaña grandiosidad, sobre un montículo verde conocido como Mount Sunday y que fue uno de los lugares que sirvieron de escenario para el rodaje de la película de El señor de los anillos. Debemos pellizcarnos para creer que este sitio existe de verdad.












Hoy nos dirigimos a la ciudad de Geraldine en una etapa plana pero lluviosa. Aquí reponemos víveres y nos alojamos en la pequeñísima casa de Gado, un israelita encantador que también tiene alojados a una simpática pareja de franceses, así que pasamos una divertida noche aderezada por el sabroso ratatouille que cocina Benoit.


Tras una jornada fría y montañosa alcanzamos el distrito de Mackenzie y la minúscula villa de Burkes Pass, emplazamiento de la preciosa granja de John y Heather, nuestros nuevos anfitriones.





Pasamos unos días descubriendo de cerca la vida en la granja y tratando de aprender algo acerca de la actividad que aquí se desarrolla.





Nos despedimos encantados por el espléndido trato recibido, como casi siempre, además de haber aprendido a esquilar ovejas, entre otras cosas.
Hoy toca ascender un puerto de montaña acompañados por el horrible "headwind", el pesadísimo viento en contra que convierte el pedaleo en un infierno, sobre todo cuando viene del suroeste, gélido, recién salido de la nevera antártica. 


Al fin contemplamos las aturquesadas aguas del lago Tekapo, custodiadas por algunas de las imponentes y escarpadas cumbres que conforman los Alpes del sur.






Desde la cima del Mount John obtenemos una panorámica soberbia de la majestuosidad que nos envuelve. Por un lado las aguas del lago, por el otro una inmensa planicie semidesértica. Y como telón de fondo, se mire a donde se mire, el agreste horizonte nevado.





El enérgico viento no permite que podamos continuar pedaleando a través de la expuesta llanura, así que aquí pasaremos la noche.
Al atardecer, las luces crepusculares maquillan a las montañas con tonos rojizos al tiempo que la luna llena encuentra su reflejo en las mansas aguas del lago. Toca buscar algún lugar donde acampar antes de que la oscuridad acabe de conquistar las últimas luces.


El viento sigue insistiendo al amanecer, aunque ha perdido fuelle, así que hay que aprovechar para avanzar. Progresamos junto al curso de un dilatado canal hasta que tenemos a nuestros pies las frías aguas del extenso lago Pukaki.




Desde la orilla observamos muy lejos, justo en el otro extremo, el imponente Mount Cook, la montaña más alta de Nueva Zelanda, que parece emerger directamente desde el fondo. 


Hacia allí nos dirigimos, aunque para eso hay que rodear el lago y avanzar después a través de una larga carretera célebre por estar totalmente expuesta a violentos vientos. Así que todavía tenemos por delante unas cuantas horas que seguramente no olvidaremos.
Y justo al tomar la dichosa carretera, el sol decide darnos la espalda, el cielo convierte su alegre azul en un gris inquietante y el viento parece empezar a advertirnos de lo que nos espera si nos aventuramos más allá. Frente a nosotros, a unos cincuenta quilómetros, perfectamente visible, se eleva nuestra colosal meta. Tan sólo hay que recorrer esta carretera plana y casi recta. Los primeros treinta quilómetros nos resultan asequibles, pero nos las hemos prometido muy felices demasiado pronto. Hemos subestimado a nuestro enemigo invisible y ahora este ha empezado a soplar iracundamente en nuestra contra. No hay lugar donde refugiarse, así que tan sólo podemos tratar de avanzar o darnos la vuelta y volar, pero estamos demasiado cerca como para retroceder ahora. A veces cuesta asumir que, cuando se viaja en bici, son las condiciones meteorológicas las que mandan, y enfrentarse a ellas  puede ser una pérdida de tiempo y de energía, además de un peligro. Pero el orgullo y la rabia por deshacer lo pedaleado también tienen voz, y es entonces cuando se le echan un par de pelotas.


Es imposible pedalear a más de siete u ocho quilómetros por hora, nos zarandeamos violentamente de un lado a otro, incluso el vehemente viento llega a derribarnos. Jamás habíamos sentido algo así, es más duro y frustrante que ascender cualquier colina. Cuando nos cruzamos con alguna de las caravanas de turistas que regresan de la montaña, éstos hacen el gesto de quitarse el sombrero al advertir nuestra extenuante batalla, a la vez que sujetan el volante con fuerza porque sus grandes vehículos tampoco son ajenos a las sacudidas del vendaval. Podrían parar y llevarnos, pero no se apiadan de nosotros, así que seguimos peleando. 



Al final, hemos necesitado dos horas y media infernales para recorrer tan sólo estos últimos veinte quilómetros planos, pero ya podemos decir que hemos ganado la batalla. Nos encontramos a los pies de la formidable montaña, aunque estamos tan exhaustos que no tenemos ni fuerzas para disfrutar del impresionante paisaje que nos rodea, además de que el tiempo tampoco acompaña. Mañana será otro día.
Al amanecer el cielo muestra un azul espléndido, el sol brilla impetuoso y las blancas montañas nos deslumbran, el viento reposa y nosotros agradecidos y orgullosos. Esta es la recompensa por la lucha de ayer.  Hoy vamos a caminar a través de estos espectaculares glaciares.











Ahora debemos volver a recorrer la endiablada carretera de ayer a la inversa y el viento vuelve a enloquecer y a soplar a intensas ráfagas, pero encontramos a alguien que nos permite meter las bicis en su furgoneta y que nos ahorra cincuenta quilómetros de locura.
Volvemos a contemplar el Mount Cook desde la distancia otra vez, mientras la aguerrida ventisca empieza a moldear las nubes a su antojo recreando sorprendentes figuras durante toda la tarde. 






Pedaleamos un rato pero nos es imposible continuar y nos vemos obligados de nuevo a acampar antes de tiempo y esperar a mañana para poder proseguir.
El amanecer se presenta gris y frío, pero por lo menos el viento nos permite avanzar sin grandes dificultades a través de la inmensa pastura.



Al llegar al pueblo de Omarama, acampamos junto al río. Al rato empieza a granizar. Llueve durante toda la tarde y la noche es más fría que nunca.
La siempre agradecida luz de la mañana nos permite contemplar como las montañas que nos rodean, que ayer eran verdes, ahora son blancas. El ambiente es helado. No está mal para ser el primer día de verano.
Además, en la etapa de hoy debemos ascender el Lindis Pass, un espectacular puerto de montaña. El temido ascenso a bajas temperaturas resulta ser una maravilla. Que orgulloso se siente uno del esfuerzo realizado cuando llega a un lugar como éste.
Alguien intentó demostrar la existencia de Dios basándose en la complejidad del ojo humano, esgrimiendo que semejante mecanismo no podía haber sido fruto de la mera evolución, si no que requería de la intervención de un poder superior. Cuando se pedalea rodeado de tan extraordinarias montañas como éstas también se hace difícil concebir que tan sublime belleza no haya sido diseñada. Estas montañas parecen más divinas que el ojo humano y, si bien no demuestran la existencia de poderes supremos, lo que sí que queda claro es que los "milagros" existen y últimamente estamos presenciando unos cuantos. 






El final del día nos premia con el descubrimiento de un precioso y solitario lugar donde acampar junto a la orilla del lago Dunstan. Pasamos la noche con Tom, un ciclista inglés que hemos conocido durante la jornada. Tom está recorriendo en bici la misma ruta que hace unos meses recorrió en coche acompañado por su padre. Comenta que ahora es cuando está realmente descubriendo la belleza de estos paisajes, gran parte de la cual le pasó inadvertida al viajar en coche. Lo cierto es que la percepción del entorno es mucho más profunda desde una bici, los cinco sentidos reciben con calma los estímulos que emanan de cada lugar por el que se pedalea.




Recorriendo una larga carretera que se estira entre montañas imitando el obstinado serpenteo del río que la flanquea, alcanzamos la ciudad de Alexandra, en la región de Otago.



Aquí nos esperan Kevin y Jenny, una pareja de ciclistas encantadora que también elabora su propio y delicioso vino. 


Pasamos una velada magnífica y por la mañana iniciamos la ruta que durante un par de días nos ha de llevar a recorrer el Otago Rail Trail, casi doscientos quilómetros siguiendo el antiguo trayecto del viejo ferrocarril que zigzagueaba entre estas preciosas montañas hace ya bastantes años.
En este lugar parece que el tiempo se ha detenido. Viejos y crujientes puentes, antiguos vehículos abandonados a los márgenes del camino, pequeñas y nostálgicas estaciones en aldeas adormecidas que ya nunca volverán a oler el vapor de una locomotora. Pero sobretodo soledad, silencio y belleza.













Pasamos la fría noche en el interior  de un olvidado y desvencijado refugio de hojalata en el que apenas cabemos y que hoy ha cobrado vida tras ni se sabe cuántos años sin cobijar a nadie.


El pequeño y silencioso municipio de Middlemarch es el punto y final de esta fantástica ruta ferroviaria. Brendan, un profesor de la escuela del pueblo que tan sólo cuenta con doce alumnos, nos aloja aquí.



Hoy, una bonita aunque larga y sufrida etapa montañosa nos ha de dirigir a la ciudad de Dunedin, segunda en importancia en la isla sur neozelandesa. Nos encontramos a una pareja de ciclistas belgas con quienes pedaleamos los casi cien quilómetros que nos separan de la ciudad.




Dunedin se presenta fría, lluviosa y con mucho viento. Pero hoy es un día especial, ya que nos recibe Margot, una madrileña que vive y estudia aquí. Es increíble lo bien que sienta poder volver a hablar en español con alguien después de tanto tiempo. Las horas se esfuman volando mientras no paramos de charlar, qué gusto.


Y como el tiempo es horrible y con esta paisana estamos de maravilla, aquí nos quedamos tres días, entre pistos, escalibadas y vino.
La ciudad es agradable, aunque no especialmente interesante. Una curiosidad es que aquí se encuentra la calle más empinada del mundo.


El tiempo no mejora, pero debemos partir como sea, así que enfrentándonos al terrible viento del suroeste conseguimos avanzar hasta Milton, donde pasamos la noche en casa de Kerry, un abogado muy cachondo.


Y al día siguiente, otra vez sufriendo la ventisca golpeando en nuestras narices y frenando nuestras bicis, nos adentramos en la región de Southland, en la poco poblada área de los Catlins, donde el paisaje costero es sensacional. Llegamos a Kaka Point, un pequeño pueblo donde nos quedamos a pasar un par de días con Mark y su familia, en su casa frente a la playa. Las olas aquí son brutales, un buen lugar para surfear o hacer bodyboard.



Cerca de aquí se encuentra un espectacular lugar de esos de postal llamado Nugget Point, compuesto por verdes y elevados acantilados, enormes rocas repletas de focas y el océano sin fin. Todo ello presidido por el antiguo faro que desde hace más de ciento cincuenta años intenta proteger a los barcos de embarrancar en esta peligrosa costa expuesta a los peores maremotos de Nueva Zelanda.
  


Seguimos pedaleando a través de la esquina sureste del país y llegamos a la Bahía de Curio, un insólito enclave donde es fácil observar delfines brincando sobre las olas, además de focas y leones marinos que se calientan al sol en la playa.



También observamos algo inaudito para nosotros. Contemplamos a los curiosos pingüinos de ojos amarillos, que sólo habitan en el sureste neozelandés. Es genial verlos llegar buceando a la orilla y salir del agua para atravesar un fosilizado bosque con su simpático caminar y alcanzar su nido donde en esta época sus crías esperan alimento.






Otro día de viento loco y desesperante y llegamos a Invercargill, la ciudad más meridional del país y uno de los asentamientos humanos situados más al sur del mundo. Nos quedamos un par de días con Allan y Liz, una entrañable pareja que han decidido ayudar a ciclistas viajeros debido a que su hijo también está viajando en bici por el mundo y saben lo bien que sienta una buena cama de tanto en tanto cuando uno se pasa el día en la carretera. 



Hoy partimos con destino a Tuatapere, sin mucha esperanza de poder llegar porque el feroz viento no cesa de hostigar la expuesta costa. Y si alguien piensa que exageramos con el tema del viento, sólo hay que ver cómo crecen aquí los árboles. Más vale una imagen que mil palabras. 


Y si los árboles están así de torcidos, mejor no explicar como estamos nosotros, hasta los...
Así que decidimos parar a descansar en el pueblo de Riverton. Nos refugiamos en un pequeño museo donde un hombre se nos acerca y tras preguntar por nuestro destino nos ofrece alojamiento en su casa que se encuentra cerca del lago Monowai, en una zona aislada pero que se encuentra más o menos en nuestro camino. Llegaríamos en un par de días, y aunque no teneamos pensado detenernos allí, prometemos pasar aunque sólo sea para tomar un café. Es curioso, pero si en España un desconocido se acerca para ofrecer una habitación en su solitaria casa en mitad de ninguna parte, lo último que uno haría es aceptar, sería absurdo. En cambio, aquí, estos ofrecimientos son habituales y muy bien recibidos. Por alguna extraña razón uno no desconfía de esta gente. Será porque todo el mundo trata de ayudar, o porque es gente de campo, o por el motivo que sea, pero tenemos la sensación de que toda la gente es buena, y eso es maravilloso.
Continuamos recorriendo la costa sur que esconde rincones fascinantes. 


Finalmente conseguimos alcanzar el pueblo de Tuatapere y pasamos la noche en casa de la hija de nuestros anteriores anfitriones, Allan y Liz. 
Al amanecer continua el maldito viento huracanado, pero decidimos volver a la carretera. Penetramos en la abrupta y pintoresca región de Fiordland, tierra de espectaculares fiordos, formidables montañas y hermosos lagos. La etapa de hoy nos está desgastando como nunca, ya son muchos días peleando contra el viento y eso afecta física y mentalmente más de lo que uno puede imaginar. Ya por la tarde, cuando estamos a punto de desfallecer y de parar a plantar la tienda en cualquier parte, decidimos continuar un poco más y tratar de alcanzar la casa de Tama, el hombre que se nos acercó en el museo. Conseguimos dar con el lugar, que está bastante apartado, pero es precioso. Una casa solitaria a orillas de una laguna y todo rodeado de imponentes y preciosas montañas. Parece que hemos acertado de pleno al dejarnos caer por aquí. Este lugar es un sueño.



Tama nos da de cenar y luego nos lleva a un bar clandestino donde los granjeros del valle se reúnen todos los viernes. Se encuentra camuflado en el interior de una vieja y desconchada casa de madera. Las paredes están decoradas con cabezas de jabalíes, ovejas salvajes, rifles y algún viejo póster de mujeres sugerentes. Sólo vienen los hombres, que whisky tras whisky se cuentan anécdotas de cacerías y comentan los asuntos de la granja entre largos silencios. Las esposas se quedan en casa. 
Tama es el alma de la fiesta, el encargado de animar el ambiente.





Regresamos tarde a casa, mientras nuestro nuevo amigo nos explica cómo es la gente de por aquí, sencilla, tranquila, ruda y muy auténtica. Éste es ese tipo de lugares donde padres e hijos no manifiestan muestras de afecto pero están realmente unidos. A los cuatro o cinco años el niño ya ha sido instruido en la pesca por su padre, a los ocho años ya le ha enseñado a disparar conejos, y a los once o doce ya van juntos a cazar ciervos. 
Estamos tan alucinados con este lugar, con esta gente, con Tama y con todo lo que hay aquí que acordamos quedarnos unos días a cambio de trabajar en la casa en lo que necesite.
Tama es suizo, pero hace más de treinta años que vino a vivir aquí, está totalmente convencido de que fueron estas montañas las que lo trajeron. Tiene diferentes negocios, entre ellos varios restaurantes en Christchurch. Es un cocinero increíble, y día tras día nos deleitamos con los platos más suculentos que hemos comido en mucho tiempo. Él adora comer, beber y no parar de hablar, así que vamos a pasar unos días más que fabulosos en este entorno idílico.





De tanto en tanto trabajamos en el jardín y en el huerto. 



Llegan las Navidades y esto se va a llenar de gente. El primero en llegar es Dominik, un chico alemán que también está viajando.
Esta noche, tarde, alguien se ha presentado en casa. Nos hemos dado un susto de muerte. La puerta se ha abierto y ha aparecido un hombre bañado en sangre. Es amigo de Tama, y la sangre que cubre su cara y sus brazos es de un ciervo que ha cazado y que ha arrastrado durante tres horas a través del bosque. Nos ha regalado una pata enorme. Tendremos buena carne para los próximos días.



Ha llegado Desley, la mujer de Tama, y poco a poco van apareciendo un montón de familiares, así que vamos a pasar unas fiestas muy animadas. Como no hay espacio para todos, hemos montado un campamento con tiendas, además de haber preparado la decoración navideña.



Nos acercamos a una granja cercana a proveernos de carne fresca de ciervo y de ovejas salvajes que el granjero ha cazado durante la madrugada.



Ya llevamos aquí unos cuantos días y hemos engordado cinco quilos, no paramos de comer.
Hay que preparar la comilona de nochebuena pero antes, nos acercamos a la estación de bomberos del valle para compartir unas cervezas con los locales y desearnos felices fiestas. 




El día de Navidad empieza con un autentico desayuno de granja, huevos, bacon y patatas. Se ha reunido toda la familia para intercambiar los regalos y, nosotros, afortunados, también recibimos. Lo mejor ha sido cuando nos han hecho cantar un villancico.


Más tarde nos ponemos a cocinar el deseado jamón navideño.




Para no acabar como focas tratamos de hacer actividades por estos espléndidos alrededores que dan mucho de sí. 







Tama decide llevarnos a pescar con su barco por los lagos Te Anau y Manapouri. 






Los bosques son ideales para la mountain bike, la laguna lo es para el kayaking, y lo mejor es ascender alguna de estas espectaculares montañas. 







Nos hemos encaramado a la cumbre del Mount Eldrig, un trekking muy empinado pero fantástico, a través de frondosos bosques y sobrecogedores paisajes de  alta montaña. Un espectáculo.









El panorama desde aquí arriba es para emocionarse.








Hemos pasado unas magníficas navidades en familia y la parada en Monowai dura ya dos semanas, así que debemos intentar partir o nos quedaremos aquí eternamente, algo que no nos importaría, pero todavía queremos descubrir muchos más lugares en Nueva Zelanda.


Feliz año nuevo! Feliç any nou! Happy new year!

7 comentarios:

  1. Uau uau uau!!! Quina passada!!
    Feliç any nou!!!
    mmmmuuuaaa

    P.d: esteu guapíssims!;)

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  2. Tot això és una passada!!! Molt bon any 2013!!! Muaks

    Àngels Sala Rius

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  3. Molt Bon Any! Mis pequeños Hobbits en la tierra de la felicidad!!!
    Ja ho veieu, ha passat un any, però el Nadal sempre entre fantàstiques muntanyes... Heu de tenir un bon disc dur per recordar i retenir totes aquestes sensacions. Sort que amb el blog sempre podreu reviure aquets instans. una abraçada "amoretes" ...Mum

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  4. Més que bò que sigui rebò el 2013 en tots els vostres somnis.Petonets.

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  5. FELIÇ ANY NOU 2013, I SEGUIU DISFRUTANT DEL VOSTRE SOMNI.
    Petonets
    Montse Rius

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  6. FELIZ 2013, año que nunca olvidaréis, así como el 2012, que la aventura os guie en vuestro camino y que compense a todos aquellos que os han ayudado en vuestro superviaje.

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  7. !!!!!! HOLA MIS NIÑOS, PERDONAR EL RETRASO PERO E ESTADO OCUPADA, FELIZ 2013 QUE SEA TAN BUENO O MEJOR QUE EL ANTERIOR, LO MEJOR DE ESTAS NAVIDADES QUE HEMOS PODIDO HABLAR Y VEROS EN FIN DE AÑO, LAS UVAS LAS TOMAMOS A VUESTRA SALUD Y LO MEJOR TODAVIA QUE ESTAIS MAS CERCA DE CASA,BESAZOSSSSSSS FUERTESSSSSSSS Y ASTA PRONTO

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